
Por Nery Alexis Gaitán
Seguimos reflexionando sobre la ingratitud que vive en el alma de aquellos seres humanos que han perdido sus valores. Lo único que el ingrato ofrece siempre es la traición. Y como dice Plutarco “beneficiar a un ingrato es como perfumar a un muerto”. Por eso hay que alejarse de aquellos que sólo ingratitud ofrecen.
Cuentan que un hombre había perdido la vista producto de una enfermedad. En su desesperación fue a la iglesia a orarle a Dios y lo hizo de la manera siguiente: “Dios mío, devuélveme la vista, a cambio te daré esta cadena de oro que poseo”. Y en el acto procedió a colocarla entre las ofrendas que los fieles dejaban. Al ir saliendo de la iglesia, a cada paso que daba iba recobrando la luz en sus ojos. Al abandonar el templo pudo contemplar nuevamente el esplendor del día. Tiempo después se encontró con un amigo, quien sorprendido le preguntó:
–¿Cómo es posible que mires nuevamente si estabas totalmente ciego?
–Es que fui a la iglesia a rezarle a Dios y Él me devolvió la vista –respondió el antiguo ciego–. ¡Pero todo se debe a la valiosa cadena de oro que le regalé! –agregó, ufanándose. Al instante sus ojos fueron reclamados por las sombras al tiempo que su cadena de oro le aparecía en un bolsillo de su pantalón.
Del Libro de los Libros, compendio del proceder humano, mencionaremos cuando Jesús pasaba por una aldea entre Samaria y Galilea, ahí le salieron al encuentro diez leprosos y alzando la voz le imploraron: “¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!”. Entonces Jesús los limpió de su lepra, pero de los diez, sólo uno volvió a dar las gracias glorificando a Dios con gran voz. Jesús exclamó: “¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están?”. Pero así es la humanidad, y Él, que derramó
amor en demasía, a cambio recibió ingratitud.
Es justo recordar la alegoría de Ramón de Campoamor en su maravilloso soneto sobre la ingratitud humana, Los padres y los hijos: /Un enjambre de pájaros metidos/ en jaula de metal guardó un cabrero,/ y a cuidarlos voló desde el otero/ la pareja de padres afligidos./ –Si aquí, dijo el pastor, vienen unidos/ sus hijos a cuidar con tanto esmero,/ ver como cuidan a los padres quiero/ los hijos por amor y agradecidos–./ Deja entre redes la pareja envuelta,/ la puerta abre el pastor del duro alambre,/ cierra a los padres y a los hijos suelta./ Huyó de los hijuelos el enjambre,/ y como en vano se esperó su
vuelta,/ mató a los padres el dolor y el hambre.
Ingrato mayor es aquel al que se le ha otorgado el maravilloso regalo de la vida, pero no la valora y hace de todo, menos vivir con plenitud al abrigo del bien. No hay que olvidar, como dice Wenceslao Flores, que “toda la ciencia consiste en saber que de cuanto se puede ver, hacer o pensar sobre la tierra, lo más prodigioso, lo más profundo, lo más grave es esto: vivir”.
Crónicas de lo ingrato suceden a cada instante en toda latitud; y de una condición podemos estar seguros: siempre habrá ingratitud en el género humano hasta la consumación de los tiempos. Pero el amor hace la diferencia, busquemos su abrigo.
Es urgente volver a los valores eternos de la vida. No es posible que hayamos olvidado el valor de la vida misma. Que todos somos hermanos y que compartimos este bello planeta que Dios nos ha legado. Pero al perder los valores le rendimos culto a las vanidades del mundo y olvidamos lo importante, lo trascendente, que es vivir al amparo del bien y del amor. Y que debemos ser generosos, caritativos y ayudar al prójimo siempre.
¡Urge enseñar valores a las nuevas generaciones para que aprecien la vida y sean agradecidos! De lo contrario, todo está perdido.